6 nov 2012

Pinceles de humo



A propósito de la exposición de humografías del artista plástico Óscar Botero Pérez, que adorna las paredes del bar Debluss, compartimos un perfil del creador publicado en el periódico De la Urbe.


Curiosidad
-¿A dónde va el humo?
-Pregúntale al fuego.

ANTONIO ORLANDO RODRÍGUEZ





Por Estefanía Carvajal Restrepo

Prende el mechero con una mezcla de petróleo y aceite para que el humo sea más denso. Pega con imanes un pedazo de papel propalcote blanco, de unos 50 por 30 centímetros, en la placa metálica y ennegrecida que está instalada paralela al piso, justo encima del marco de la puerta del pequeño baño de paredes coloradas. Óscar ignora a propósito la estrechez del recinto, el piso de madera y que la única vía de escape para el asfixiante hollín es una ventanita más pequeña que la pieza de propalcote. Coge el mechero con la confianza que le brinda la experiencia y lo acerca a una imprudente distancia del papel, que milagrosamente no arde en llamas, aunque sí lo ha hecho en un par de ocasiones. En el propalcote, el mismo tipo de papel del libro de Crónicas de José Joaquín Jiménez que estaba leyendo Óscar cuando yo llegué a su casa, el humo dibuja rostros deformados, figuras fantasmales, criaturas demoníacas, casas abandonadas, montañas imponentes, bosques tenebrosos, noche, oscuridad, penumbra, sombra. El humo deja en el papel la constancia de que hubo fuego. El humo es el fuego que murió.
    Apaga el mechero al tercer soplido. Se limpia las gotas de sudor que le resbalan por las sienes con una toallita color lila. Descuelga el papel de la placa metálica y lo lleva al rincón de la inspiración, en el que hay un banco de trabajo plegable Redline Workbench 9000, que él usa como mesa. Una cama sencilla cubierta por un tendido color café de amable textura, hace las veces de silla. Sobre la mesa hay una lámpara de luz blanca con lupa incorporada, muchos papeles ordenados aleatoriamente, un encendedor morado, un cenicero, una caja de cigarrillos Boston y tres tazas de cerámica con lápices, carboncillos, pinceles, colores, borradores, escobillas, pinzas, tijeras y reglas. De fondo suenan las bandas de jazz de Nueva Orleans o Mozart o Debussy o Led Zeppelin.
    La hoja que fue intervenida por el fuego ahora será intervenida por Óscar. Lo primero que hace es firmar la obra –que aún no es– con su huella dactilar. Después borra por allí, quita por acá. En la negrura del hollín comienzan a aparecer las luces que perfilan formas oníricas, algunas de ensueño, otras de pesadilla. Óscar traduce lo que querían contar las llamas del mechero; es un exorcista, es un domesticador del fuego. Una vez blancos, negros y grises intermedios están en el lugar que les corresponde, Óscar le da una capa de fijador a su obra para que el humo, que es tan escurridizo, no intente siquiera escapar. Esta técnica es la única hija de Óscar Botero Pérez, quien la bautizó humografía.

La nueva ola, la vida loca
   Todo lo escribía en los diarios. Sus primeras experiencias sexuales, los vuelos de la marihuana, las alucinaciones de los hongos, los poemillas de servilleta, las observaciones sobre lugares, personas y cosas, las curiosidades, los viajes echando dedo que lo llevaron hasta Perú, las discusiones con su madre y sus tías, que fueron quienes lo criaron, porque su papá murió de cáncer en el hígado cuando tenía cinco años. De ahí en adelante sería la imagen femenina  de todas las mujeres que incidieron en su vida, la que reemplazaría la ausencia de la imagen paterna. Todo lo escribía en los diarios. Lo que pensaba, lo que sentía y lo que lo preocupaba, que al sol de hoy parecen insignificancias, como una noticia vieja, como un actor pasado de moda. Todo lo escribía en los diarios, y cuando hoy  lee alguno de los 20 cuadernillos no siente nostalgia sino alegría por tener lo que muchos no: la memoria.
    Óscar Botero, que nació en Sogamoso, Boyacá, el 5 de agosto de 1950, pero que vivió siempre en Medellín, recuerda que la primera película que vio la proyectaron en el parque Gaitán de Manrique Oriental, cuando tenía ocho años. No se acuerda del nombre, porque las cintas eran viejas y generalmente empezaban donde les daba la gana. Lo que sí recuerda es que era un filme animado de Disney, a blanco y negro, en el que Mickey Mouse no era como el de hoy, sino una rata flaca y trompona, de zapatos y ojos gigantes.
    También recuerda que desde peladito fue rebelde. Estaba interno en un seminario en San Pedro de los Milagros, en el que pasaba el tiempo leyendo a Emilio Salgari,  a Julio Verne y la vieja enciclopedia El tesoro de la juventud.  Una vez tuvo un accidente y lo mandaron tres meses para la casa. Con todo el día libre, se dedicó a escuchar la radio y a leer los libros de existencialistas, nadaístas, filósofos y orientales: fue entonces cuando se dio cuenta de que existían los jóvenes. Nunca más volvió al seminario; no pudo hacerlo porque su deserción forzada solo logró que le retiraran la beca. Hizo parte de una contracultura que se llamó la “Nueva Ola”, en la que ser rebelde era usar medias blancas en vez de oscuras, camisas de colores fuertes y escuchar a Rocío Durcal (eso fue antes de que sólo cantara rancheras),  a Leo Dan, a Palito Ortega y a César Acosta.
     Después fue hippie. Dejó de escuchar a los clásicos de las baladas en español para sintonizar La voz de la música, la primera y ya desaparecida emisora de rock de Medellín. Las bancas de cemento de la avenida La Playa fueron testigos de los cientos de baretos que armaron los jóvenes excéntricos que proclamaban la paz y el amor libre. Viajó echando dedo y escribiendo diarios por toda Colombia. Como mochilero llegó hasta Perú. Drogas alcohol sexo libertad experimentación música buena música vivamos hoy no existe el ayer no sabemos del mañana vámonos para Ancón qué onda Ancón es que Ancón es el Woodstock colombiano.

La academia   
   Oficialmente, con constancia de matrícula en mano, estuvo dos veces en la Universidad. La primera vez se matriculó en la Escuela de Idiomas de la Universidad de Antioquia. Un mes después de haber comenzado la carrera cerraron el Alma Máter por un año.
    La segunda vez se matriculó en la Fundación Universitaria Luis Amigó, a una extinta carrera llamada Pedagogía Reeducativa.  Allí sólo estuvo tres semestres.
    Pero ya antes había pasado por las aulas. Sin terminar el bachillerato, Óscar entró en 1972 al viejo Instituto de Artes de la Universidad de Antioquia. Lo admitieron como asistente, y él se dedicó a estudiar. Entraba a las clases que le interesaban, disponía de los talleres, explotaba la compañía de los maestros. Sin nunca haberse matriculado, aprendió dibujo, pintura, escultura, grabado y fotografía. La primera universidad pública del departamento se convirtió en la casa de Óscar durante varios años. Cuando no estaba en el bloque de artes, lo podían encontrar en la biblioteca, en el museo o en el “Aeropuerto”.
    Tampoco se matriculó nunca en la Universidad Nacional, pero allí también fue estudiante de fotografía. Utilizó la misma estrategia que en la de Antioquia: hablaba con los profesores de los cursos que le interesaban para que lo dejaran entrar a las clases. Se hizo amigo de los encargados de los laboratorios, quienes le prestaban las cámaras fotográficas, las ampliadoras y los cuartos oscuros. Nunca reveló un rollo a color. La afición al monocromo daba sus primeros pinitos.
    Pero él era de una familia pobre, y los materiales que requería el estudio de las artes plásticas eran costosos.
    Cuando vivía en un apartamento en Buenos Aires se fue la luz y Óscar, jugando con una vela y una hoja de papel, descubrió que el humo podría servir como un material artístico alternativo y, además, muy económico. Así empezaron una serie de experimentos que utilizaron como laboratorios los talleres de la Universidad de Antioquia, y que dieron como resultado el desarrollo de una técnica única en la ciudad, en el departamento, en el país, y quizás en el mundo: la humografía.
  
    La humografía
    En la antigua sabiduría china del Libro de las Mutaciones, el fuego significa “corazas y yelmos, significa lanzas y armas. Es el signo de la sequedad”. Para los cristianos, el fuego es el símbolo de la vida; la llama encendida de una vela representa la luz de Jesucristo. Pero también el fuego es el que purifica a los condenados al infierno. El fuego es capaz de destruir un bosque entero, de salvarnos de la hipotermia, de deformar nuestro cuerpo para siempre, de permitirle a un pollito huérfano salir del cascarón. El fuego es renovador, como el fénix que se quema para renacer de entre las cenizas. Venimos de lo líquido, de la placenta materna, pero el fuego es el fin, como los cuerpos que arden en los hornos crematorios. Por el fuego los aborígenes australianos dejaron de comerse la carne cruda y pudieron mejorar las armas de cacería. El fuego es el destino, o el fuego es la condena.
    Para Óscar Botero, el fuego es todo eso y además su herramienta de trabajo. Es signo Leo, cuyo planeta regente es el sol y elemento el fuego. Aunque no es pirómano ni le gustan los climas calientes, la relación que tiene Óscar con el elemento rojo es muy especial. La técnica de la humografía, que ha desarrollado durante casi cuarenta años, le permite transformar el caos de la llama en a veces espeluznantes –pero siempre deleitables– obras de arte.
    Cuando conocí el trabajo de Óscar en un bar de Copacabana, sentí que estaba ante imágenes sacadas de un terrorífico cuento de Poe, de un maldito poema de Rimbaud, o de las más escabrosas pesadillas de infancia. Óscar me confesó que sus pinturas también lo atemorizan.
–¿Y por qué el blanco y negro? –fue lo primero que le pregunté cuando llegué a su casa. Ya sabía yo que en fotografía tampoco había usado nunca el color.
–Porque el color es una desfiguración del blanco, y el negro es una negación del color. Todo nace en el blanco y termina en el negro. Es la vida y la muerte, el yin y el yang. Los colores son sólo los jugueticos que van adentro.
    Subimos unas escaleras casi totalmente verticales para llegar a El Gallinero, un segundo piso de madera que no estaba cuando Óscar y Luz Elena, su esposa, compraron la casa de Villas del Carmen, Sabaneta, en 1985. En El Gallinero hay dos habitaciones y un baño, a este último lo llaman “el cuarto del humo”.
    En la primera hay un escritorio con un moderno computador; sobre éste, de la pared mostaza, cuelga una humografía de Óscar llamada Los tres jinetes y una aparición. En la ventana que da al frente de la casa se asolean unas macetas en las que la pareja sembró una pequeña huerta. En el lado opuesto, apuntando al cielo, un gran telescopio espera a que se haga de noche para saludar a sus amigas, las estrellas.
    La casa de Óscar y Luz Elena es la casa de las tecas. Al lado del telescopio se arruman en perfecta organización, sobre una estantería del mismo color café del piso y del marco de las ventanas, libros, long plays, carpetas, casetes para grabadora y vhs, dvds; gran variedad de música, literatura, cine y arte. Además, están parados sobre la estantería tres retratos a lápiz que Óscar lleva en proceso: el de su tía Sara, que casi parece un autorretrato, el de Memo, un vendedor de libros de Sabaneta, y el de su madre lavando los platos en la cocina antes de que le amputaran los pies, hace dos años. Luz Elena me toma fotos con una cámara digital compacta “porque quiero que queden recuerdos del encuentro”.
    La segunda habitación es menos iluminada que la primera, porque las ventanas que dan a la fachada posterior de la casa, en lugar de vidrios transparentes, tienen unos coloridos vitrales a rombos y cuadros. Al lado de la ventana hay una mecedora de cojines turquesa, y más allá una consola que carga un televisor grande y plano, un reproductor de dvds y otro de vhs. En la otra esquina está el rincón de la inspiración.
–¿Qué es el arte? –fue lo primero que le pregunté a Óscar cuando vi el rincón de la inspiración.
–El arte no existe como institución. El arte solo existe en la medida en que sea una manifestación humana que busque explicar la verdad y la existencia, más que la belleza. El ser humano es más noble cuando busca la verdad, y la verdad a veces es fea.
–Entonces, ¿lo inspira la verdad?
–Sí, pero con un axioma: la verdad no existe; es relativa. Estamos en un mundo material donde todo está evolucionando. La vida es circunstancial, momentánea. En este nivel de vibración, la parte no puede abarcar un todo, y la vida es parte de un todo que no alcanzamos a comprender. Como dice la musiquita imbécil de Darío Gómez: “nada es eterno en el mundo”. Por eso, no hay verdades ni eternas, ni absolutas.
–En ese orden, ¿qué es ser artista?
–El artista no es diferente a cualquier otro ser humano, simplemente es un hombre o una mujer con una misión específica, que es la búsqueda de la verdad. Así, cada ser humano tiene su propia misión.
–¿Puede definirse la humografía como arte?
–Sí bajo mi definición, pero la humografía se escapa al circuito material del arte. Es decir, es una técnica antisistema. No se limita por el costo de los materiales, o por el precio de aprenderla. Y en realidad, tampoco es comercial. A la gente no le gusta comprar obras que al artista no le costaron más que su esfuerzo.
–¿Cuál es el límite de la humografía?
–Puede hacerse sobre muchas superficies: papel, vidrio o cerámica. El límite no es tampoco la imaginación, porque la imaginación es ilimitada.
    En La casa de las tecas no hay límites. Los cuadros, de todos los tamaños, formas y colores, están colgados en las paredes de la mansión miniatura. Cada humografía de Óscar y cada óleo de Luz Elena, quien también pinta, es una puerta a un mundo desconocido, y a su vez, la ventana desde donde se pueden vislumbrar los más recónditos lugares del subconsciente de los creadores.
    Desde que se casaron por lo civil hace 31 años, Luz Elena y Óscar tomaron la decisión más inteligente de sus vidas: no reproducirse. Luz Elena, de estatura baja y semblante tranquilo, aprovecha sus días de jubilada para digitar los manifiestos que Bernardo Ángel, su cuñado, escribe para el grupo de teatro La barca de los locos. Ya antes Luz Elena había hecho un trabajo editorial, pues recopiló en tres grandes tomos toda la obra de su marido. En la otra habitación de El Gallinero su esposo Óscar, robusto y de semblante tranquilo, se dedica a dibujar o a improvisar empíricamente en una vieja organeta de estuche de madera. No tiene idea del dorremifasol, pero sus dedos se menean como los de un pianista de jazz. En el teclado a Óscar le va como en la pintura: descubrió una nueva técnica por accidente, o como por arte de magia, que desarrolló con tenacidad hasta lograr que cada una de sus obras sea única. Única como un sueño. O única como una pesadilla.