27 abr 2012

El ritual del tinto

Fotografía Max Gallinazo

Por Estefanía Carvajal Restrepo

El ritual del tinto en El Kiosco viejo me ha enseñado el significado de la palabra pueblo. Todas sus mesas ofrecen al visitante una pintoresca panorámica de los aconteceres montañeros (disfrazados de citadinos) del norte del parque principal. Sin embargo, las mesas de afuera son las preferidas por los clientes más frecuentes, en especial aquéllas que en lugar de tener las sillas metálicas que aparentan más años que Matusalén, están rodeadas de cómodos asientos de plástico color océano, casi tronos al lado de la antigua mobiliaria.

Unos segundos después de sentarme en la modesta silla de metal o en el tampoco ostentoso trono de plástico, la voz de un hombre, parca e indiferente, rompe con el silencio de los boleros o tangos o baladas mezcladas con los bla, bla, blas de los circunstanciales habitantes del recinto. ¿Qué quiere tomar?, escucho la pregunta antes de localizar con mis ojos al mesero que siempre aparece en el lugar e instante menos esperado, y cuya caminata por entre las mesas es para mí todo un misterio, pues parece tele transportarse, desaparecer, reaparecer en otro sitio. Los meseros del Kiosco son como fantasmas. Un tinto, por favor, es mi respuesta.

A dos metros de la catedral del Señor Caído y a 1.405 de altura, parado sobre la banca de cemento que forma la base de una de las monumentales palmeras 20% blancas, hay un hombre que todo el mundo (o sea, todo el pueblo) llama el Predicador. De bigote poblado, cabello lacio peinado al mejor estilo de los Beatles, camisa blanca, pantalón oscuro, saco verde y tenis blancos que no combinan ni cinco con el resto de la pinta, el Predicador lanza con voz ronca, rasgada, perfecta para interpretar los clásicos tangos de Gardelito y Magaldi que suenan todos los días en el Kiosco, arengas moralistas y líneas recitadas de memoria, líneas que descansan en paz en las hojas de mantequilla de la Biblia forrada en cuero negro, que el Predicador sostiene con la mano derecha. Siempre con la derecha. Porque es bienaventurado el que esté sentado a la derecha del padre. De por Dios, y que aleluya, y que el Señor Jesucristo, y que el deber del cristiano, y que los pecadores, de por Dios, y que Satanás, y dele que dele con versículos y apóstoles. Quizás, si la cordura no lo hubiera abandonado por completo, podría montar una iglesia de garaje y taparse de plata.

Las partículas del mesero que se tele transporta (porque en el Kiosco los meseros son fantasmas) se materializan justo al lado mío. El tinto ha llegado. El tinto ha llegado echando humo. Y el humo del tinto huele a café. Y el café huele a montaña, a campesino, a sudor de campesino, a sonrisa de campesino, a mañana, a humedad; el café huele a buenos días, a buenas tardes, a cómo está, a crucigrama, a Fulano y a Perana, a noticia y a chisme; el café huele a vecino, a colega, a compañero, a qué hubo cómo están los niños; el café huele a sueños, a proyectos, a discusiones, a discursos, a política, a la situación está muy dura, a qué mierda es lo que le pasa a este país. Inhalar el humo de un tinto es respirarse a Colombia.

El Kiosco viejo es el predilecto de la nobleza del pueblo. Las matronas y patrones ya jubilados, es decir, los afortunados que poseen un gran porcentaje de tiempo libre, que puede abarcar incluso hasta las 24 horas del día, pero que no es más que la recompensa por 50, 60 o más años de esfuerzo, eligen este sitio como el lugar para cumplir con su labor: hacer parte de la vida social del Municipio.

En las mañanas, después de la primera misa del día, las señoras (cuatro o cinco) se apropian de una de las mesas de tronos azules que están  afuera, por la cara oriental del Kiosco cuadrado; y los señores (otros cuatro o cinco) se toman la mesa vecina. Hasta el medio día, en esas mesas se consumen decenas de tintos y aromáticas, cuyos pocillos retiran de cuando en cuando los meseros fantasmas. También, como los pocillos, se retiran señores y señoras alegando compromisos, pero a las mismas mesas llegan otros y otras igual de comprometidos con los problemas políticos, económicos y sociales del país, o bien con los crucigramas que diariamente publica el periódico más leído de Colombia; pero, sobre todo, obligados a velar por la moral, la seguridad y el buen nombre del pueblo del Señor Caído y de los que desde siempre (o sea, desde que los patrones y matronas tienen memoria) lo habitan.

Unos llegan al Kiosco viejo por tradición, otros por la música, algunos, quizás, llegan por la enmudecida pantalla gigante que cuelga de la pared occidental de la cafetería. Unos se sentarán en las sillas metálicas o en los tronos color océano para ver pasar la gente, para esperar a alguien, o para agarrarse la chiva del día. Yo no voy al Kiosco por alguna de las razones anteriores, sino por todas. Voy al Kiosco porque es el lugar ideal para el sacro ritual del tinto, porque en el Kiosco el tinto huele a pueblo.

El plato que el mesero fantasma acaba de poner sobre la mesa de madera y aluminio, es blanco y tiene estampada una bandera amarilla, azul y roja sobre la que se lee CAFE DE COLOMBIA. Encima del plato hay un pocillo blanco con el mismo estampado, tres cubitos de azúcar blanca y una cuchara plateada, tal vez tan vieja como las sillas de metal. Aspiro hondamente el humo que expide el tinto y me como, uno a uno, los cubitos de azúcar cuidadosamente bañados en café mientras espero a que éste no sea una amenaza para la lengua.

En el Kiosco viejo el tinto tibio sabe a buenos días, a sonrisas de desconocidos, a meseros fantasmas, a muchas gracias; el tinto tibio sabe al Predicador, a matronas y patrones, a campanadas de iglesia, a chismes, a loco; el tinto tibio sabe a lluvia, a fuego, a tierra, a viento, a brisa de valle; el tinto tibio sabe a anhelos, a ilusiones, a utopías; el tinto tibio sabe a jornalero, a obrero, a ama de casa, a paloma, a perro callejero; el tinto tibio sabe a preocupación por la patria, pero también a romance, a novios sentados en una banca del parque; el tinto tibio sabe a pasión; tomar tinto tibio es un placer, es un amargo y dulce orgasmo para el paladar. El tinto tibio sabe a lo que sabe ser humano. 


2 comments:

Anónimo dijo...

que buen articulo y que buena foto. por poco impecable.

Anónimo dijo...

tinto con sabor a paloma! esa si es la denuncia más seria que he visto aquí! buena crónica.