10 sept 2012

El barbero del Rin




Por Estefanía Carvajal Restrepo

    Si usted, hombre girardotano, está buscando un estilo vanguardista para su barba o cabello; si usted, muchacho de colegio y universidad, desea seguir el último grito de la moda; si usted, caballero moderno, quiere verse como una estrella de Hollywood o como el protagonista de su telenovela favorita; si usted, joven rebelde, ambiciona un piercing o el corte del siete, déjeme contarle que está en el lugar equivocado. Esta no es una peluquería de columnas azules, blancas y rojas, ni de grafitis en las paredes. Esta es una barbería de hacha y machete.


    Queda en la Calle del Rin; esa callejuela perpendicular a la catedral del señor caído, en la que el tiempo parece suspendido desde hace cincuenta años y que hoy es frecuentada por los que, siendo niños y jóvenes, vivieron los estragos de la violencia bipartidista.
    Entre una oficina de abogados y un cafetín llamado Eureka (como exclamó Arquímedes hace más de dos mil años al descubrir la densidad), está la Barbería Ignacio. No tiene letrero, ni aviso, ni placa, ni inscripción; se la quitaron hace años cuando pintaron la propiedad de Arias, pero tampoco la necesita. Los dos aleros de la alta puerta de madera, cubiertos con una pintura a base de aceite color verde bacinilla, son la única vía de acceso al local y también la única abertura por la que entra la luz del sol. El recinto cuadrado, de cuatro metros por cuatro, está forrado en muros beige con sócalo marrón. El piso es un ajedrez de baldosas vinotinto y amarillo requemado, como en las viejas casas de los abuelos.
    La reina de la habitación es una silla giratoria de la clásica marca Jotace. El cuero rojo, la pasta blanca y el metal plateado se combinan tan perfectamente que el producto final es un trono digno de príncipes y reyes, quienes pueden supervisar el servicio por el que están pagando en el espejo horizontal que tienen en frente, o en los otros dos iguales que reposan sobre las paredes de la derecha e izquierda. Al lado del sillón, una cajonera ochentera guarda los pocos utensilios que se utilizan en la Barbería Ignacio: unas tijeras, dos cuchillas de babero, una máquina eléctrica, una peinilla de dientes pequeños, crema para afeitar y tres frascos transparentes con atomizador: uno lleno de agua, otro de laca y el último de Menticol, “para desinfectar después de la afeitada, aunque yo creo que eso es solo un mito”, cuenta el patrón mientras ríe con picardía.
    Aunque la Barbería Ignacio no tiene nada de moderna, el rojo y el azul son los colores imperantes en la decoración del local, como en las nuevas barberías que están regadas por todo el pueblo. Sin embargo, esto se debe únicamente a que el jefe es un empedernido hincha de Medellín el poderoso. Así, las cuatro sillas Rímax del rincón de la espera son rojas, y en cada pared hay uno o dos marcos rojos o azules que albergan en su interior a las viejas glorias del equipo paisa embutidos en pantalonetas cortitas, muy cortitas. Alguna vez, la cabecilla de la Barbería Ignacio se tomó una foto con dos de sus ídolos de antaño gracias a que su vecina de enfrente, una carismática jueza de la que no recuerda el nombre, es hija y sobrina de los exjugadores.

Los días del patrón

    Desde hace 52 años don Ignacio Alzate, que hoy tiene 70, camina todos los días –excepto los miércoles– desde su casa en los ranchos de Juan Cojo hasta el cuartico acondicionado como barbería en la Calle del Rin. Se despide de su esposa y de los tres hijos que aún viven con él (tuvo 4 varones, pero solo el mayor se casó y se fue de la casa) unos minutos antes de que el reloj marque las cinco de la mañana. A las cinco y cuarto le quita el candado enorme a la puerta de madera verde bacinilla y se encierra en el local. A esa hora dos de las cantinas de los Arias ya están abiertas, al igual que el kiosco viejo del parque principal; pero son pocos los madrugadores: una pandilla de perros callejeros, los ancianos que se niegan a empezar el día después del amanecer, el combo de chirrincheros que al imaginar al sol cogiendo impulso por las montañas del este acaban con la dosis de la noche, y unos cuantos transeúntes que atraviesan el parque apresuradamente para coger el bus que los lleva a la ciudad.
    Mientras el pueblo se quita las cobijas y se limpia las lagañas, don Ignacio se afeita la barba, se pone el delantal blanco que lo hace parecer un médico, prende la radio y sintoniza La voz de Colombia (“porque Radio Reloj últimamente suena con mucha interferencia”), y le da una limpiadita al piso de ajedrez con escoba y trapeadora en mano. A veces recibe su primer cliente antes de haber terminado con el ritual de todos los días. En otras ocasiones, los peludos no llegan sino hasta las ocho de la mañana, cuando el ruido de las fábricas se camufla con el bullicio de la calle, cuando don Ignacio ya ha abierto de par en par la puerta verde bacinilla y se ha acomodado en una silla Rímax roja que mira hacia afuera del establecimiento o hacia el pequeño televisor de pared en el que le gusta ver cualquier cosa, menos las noticias del día.
    En la Barbería Ignacio, don Ignacio desayuna y almuerza. En la Barbería Ignacio, don Ignacio atiende a diez o quince clientes entre semana, a dieciocho o veinte los sábados y domingos. En las épocas de gloria (antes de que el pueblo se llenara de peluquerías) llegó a atender hasta 44 personas en un solo día. Aunque eso fue cuando tenía un ayudante. Ahora está solo. En la Barbería Ignacio, un corte de cabello clásico garantizado cuesta seis mil pesos. En la Barbería Ignacio, don Ignacio atiende a sus clientes y amigos de toda la vida, que le hablan de política, de deportes y de diálogos de paz. Pero don Ignacio en política es de la mayoría; don Ignacio en política es de la mayoría abstencionista que prefiere no votar “por ninguno de esos ladrones”. En setenta años de vida, don Ignacio nunca ha botado un voto en las urnas. En setenta años de vida, don Ignacio nunca ha tenido problemas con nadie ni por política, ni por ser godo abstencionista, ni por ser hincha de Medellín el poderoso.
    Los únicos clientes con los que don Ignacio nunca pudo son las mujeres y sus hijos. Las mujeres porque son muy remilgadas, porque exigen cortes muy difíciles y porque “yo prefiero no meterles la mano”. Sus hijos porque son muy caprichosos. Tampoco pudo nunca motilarse a sí mismo. Antes iba donde Guillermo Valencia, el peluquero de la Bolívar que en los días dorados fue su mayor competencia, “porque él sí estudió y aprendió a motilar mujeres y a teñir cabellos”. Pero Valencia se bebió todo. Ahora a don Ignacio lo motila una prima suya, aunque no confía mucho en las manos femeninas.
    En cambio, don Ignacio nunca estudió. Ni siquiera terminó la primaria. Lo que sabe lo aprendió de su papá, que en semana se dedicaba a los oficios del campo en la finca de Juan Cojo, y los fines de semana, que eran los días de mercado, bajaba al pueblo a motilar a diestra y siniestra en un local que quedaba también en la Bolívar. Cuando cumplió 18, el papá de Ignacio lo convidó a que trabajara con él en la peluquería. Allí estuvo once años, cuando al fin decidió dedicarse de lleno a los oficios del barbero y alquiló –hasta el sol de hoy– el cuartico de la Calle del Rin. Y aunque don Ignacio le tiene miedo a la muerte, “aquí me quedaré hasta que ella llegue”.

    Si usted, patriarca girardotano, está buscando un corte clásico y una afeitada sin un solo rasguño; si usted, amigo conservador, desea sentarse en una Jotace con los clásicos de las baladas hispanas de fondo; si usted, hombre madrugador, quiere estar pispo desde las primeras horas de la mañana; si usted, señor escéptico, confía únicamente en la destreza que brinda la experiencia, déjeme contarle que ha llegado al lugar indicado. En la Barbería Ignacio siempre lo recibirán con las puertas abiertas…hasta las cinco de la tarde.

    


2 comments:

Anónimo dijo...

Gracias. Debo decir que yo, hombre joven y bello, busco lo clásico en la Barbería, pero un día salí con un problemita más abajo del ombligo, lo suscitó, creo, unas viejas, bueno, jóvenes y bellas mujeres en imágenes, que hay en el tocador de las pinzas, debajo de los vidrios.

Anónimo dijo...

Que bonito reportaje. Este señor es un personaje público que para muchos como yo, era anónimo. Esas historias de personas comunes y corrientes pero de trayectoria en el pueblo permite que lo conozcamos y queramos más.
La forma de llegarnos con estos escritos...es agradable.