10 may 2012

¿Es la obscenidad imputable al idioma?


LETRAS QUE SE ESFUMAN

Por Víctor Villa Mejía

“Las expresiones malsonantes lo son por la forma de designar los conceptos y, más que nada, por el dictamen desfavorable que sobre ellas hace la propia comunidad hablante”.

Martín, Jaime. Diccionario de expresiones malsonantes del español. Madrid, Istmo, 1979, p. 100.

La obscenidad consiste en mostrar partes del cuerpo que no se deben y decir palabras que tampoco se deben. ¿Cuáles son las palabras obscenas? En estricto sentido, no hay un listado universal. Cada comunidad idiomática determina no solo cuáles son, sino también el nombre de tales palabras: malsonantes, cacofónicas, disfémicas, vulgares, malas, groseras, sucias, obscenas, soeces… Asimismo, quien las profiere recibe varios apelativos, según la comunidad donde se encuentre inserto: malhablado, boquisucio, impúdico, blasfemo.


Las palabras son camaleónicas, ya que una misma palabra tan fácil puede ennoblecer como envilecer. El caso más ilustrativo es “el putas”. Para Manuel Zapata Olivella Changó el gran putas es palabra enaltecedora; para la telenovela de Caracol El putas de Aguadas era la manera más ajustada de nombrar el modo de ser de una comunidad étnica (la CNTV obligó el cambio de nombre a Traga maluca, por pudor); Octavio Mesa compuso e interpretó Yo soy el putas –en Youtube Music–, a sabiendas de que la música parrandera en diciembre tiene licencia para escucharse (y a veces para rediodifundirse). El madrazo en Antioquia, si bien no ennoblece tampoco envilece; dice Jaime Sierra García en su Diccionario Folclórico de Antioquia: “La palabra hijueputa es tan usada en Antioquia como el Ave María; realmente ha perdido su sentido vulgar u ofensivo; su grado depende de la manera como se usa, entonación, etc.”; y de la pronunciación, habría que agregar, porque no es lo mismo hijueputa que hijodeputa, o jijueputa o jueputa: cada una comunica matices diferentes.  

Otro caso interesante de palabra camaleónica es “marica”. De un simple nombre propio de mujer, de hombre homosexual o de coleóptero, en diminuido mariquita (Real Academia Español, Diccionario de la lengua española, Madrid, 1992) pasó primero a insulto y luego a trato amistoso. Daniel Samper lo explica cuando es empleada como saludo: “Contra lo que pudieran pensar los filólogos de ocasión, el adjetivo en ningún caso alude a la condición sexual del saludado; es, simplemente, una manera cordial de decir ‘buenos días’. La palabra ‘marica’ ha pasado a adquirir en Bogotá un tono amable y de confianza que se escapa a todos los diccionarios. El de la Real Academia lo aplica a homosexuales y afeminados; el de María Moliner se atreve a apartarse de la semántica gay, pero afirma que ‘se emplea como insulto’. No es verdad. Por el contrario, a menudo se usa como cariñoso apelativo entre amigos. Entre amigos heterosexuales, aclaro” (¿Qui’hubo, marica?, www.danielsamperpizano.com).

En la sección “Bloggers” de semana.com hay una columna llamada “Dejémonos de maricadas”, de Manuel Velandia. Recuerda este sustantivo los rodeos que el lenguaje antioqueño le da a la idea que se tiene en la cabeza: ¡Dejémonos de bobadas, carajadas, pendejadas, güevonadas, chimbadas! De pronto el clásico “Dejémonos de vainas” de la televisión colombiana le haya dado espacio a las seis opciones de los antioqueños, a las ‘maricadas’ de los bogotanos y costeños y a las ‘pingadas’ de los santandereanos.

Los tiempos cambian. La investigación dialectológica avanza. Muchas palabras se han salido del clóset. El Instituto de Patrimonio Cultural de Bogotá el 26 de marzo de 2012 hizo el lanzamiento de Bogotálogo: usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá, bajo la dirección de Andrés Ospina. Hay allí una sección que se llama “Refranario” (www.bogotalogo.com), con 334 entradas. La muestra siguiente ilustra el proceso de exorcizamiento que vienen atravesando las famosas expresiones malsonantes, obscenas o vulgares: “Ahora el hijueputa es uno; De culos pa’l estanco; Es mejor que digan que uno es un hijueputa, a que uno es un huevón (sic); Hágase el marica, que así se queda; Más cerrado que culo de muñeca; Más feliz que un marica con dos culos; ¡Me importa un soberano culo!; Miando fuera del tiesto; Mujer que no joda es hombre, o tiene mozo; ¡Ni por el putas!; No me crea tan pendejo; Plata en mano, culo en tierra; Si no la caga a la entrada, la caga a la salida”. La sensación de que más de una entrada no parece ser en rigor un bogotanismo la disuade la siguiente precisión de su página principal: “Bogotálogo concibe a la ciudad como un organismo vivo, multicultural y multigeneracional, con casi 500 años a cuestas”. 

Una pregunta queda para la pedagogía: ¿Quién le enseña al niño cuáles son las expresiones obscenas? ¿La familia? ¿La escuela? No es fácil instruir al niño sobre lo que no se debe mostrar (la televisión lo contraría) ni qué no se debe decir (los adultos lo desautorizan). Una cosa sí puede hacerse en clase de lenguaje: enseñar la estructura comunicativa del acto de habla insultar. Dos textos pueden ser útiles: “Insultos en algunos textos de la literatura colombiana”, de José Joaquín Montes (Estudios sobre el español de Colombia, Bogotá, ICC, 1985) e “Insultos”, de Agustín Jaramillo Londoño (Folclor secreto del pícaro paisa, Medellín, Bedout, 1977). Con todo, hay casos atípicos de insulto. Uno: en El flecha (1981), David Sánchez Juliao narra: “Otro día, bueno hace tiempo ya, había dos viejas en el barrio dándose lengua de acera a acera, de pretil a pretil. Y se gritaban vainas la una a la otra. ‘Tú qué vienes a hablar, si tu hija dijo que se había ido para Venezuela y se fue para un cabaré de Pereira a repartírselo a los cachacos’. Y la otra le decía: ‘Y tú, abre el ojo con tu hijo, que mejor ni te digo’. ‘¿Y tú qué hablas?, le gritaba la otra, si tu marío es abstemio de la guasamalleta y tú tienes que abrirle la puerta a otro, ¿crees que eso no se sabe?’. Y la vieja mía, mientras las dos se daban látigo con la lengua de pretil a pretil, se paseaba por la calle frente a ellas de ida y de venida, de ida y de venida, esperando la oportunidad para meterse, tratando de cogerse un barato en la pelea. Hasta que una de las viejas, ya desesperada, tuvo que gritarle: ¿Pero niña Tulia, tranquila, que no es con usté, no es con usté’. Ñerda, y la vieja mía se para y le grita: ‘Más hijueputa eres tú’…”. Y otro: en un poste de la luz había un letrero, a modo de gaffiti, que decía “Olga: chupona, pichona. At. Sandra tu enemiga”. (¿Qué le querría decir Sandra a Olga?).

Ahora recuerdo que alguien preguntaba, con cierto candor, que si para contar chistes era siempre necesario decir palabrotas. Eso depende. Si es en “Sábados Felices” no solamente no es necesario sino obligatorio, por ser espacio público. Pero si es en ambiente privado, el lenguaje se vuelve ‘zona de tolerancia’ (cf. Villa, Víctor. Pre-ocupaciones. Medellín, BAA, 1991, pp.88-94) especialmente si se trata de chistes verdes. A propósito, no se sabe aún si el color verde de los chistes (y del llamado ‘viejo verde’ y de la locución ‘decirle a alguien hasta botija verde) tiene algo que ver con la obscenidad, o si es una simple convención para diferenciar los chistes verdes de los chistes de salón.  

¿Es la obscenidad imputable al idioma? No. Sobre el hablante recae toda la responsabilidad del bien decir (para sí) y del buen decir (para su interlocutor).


1 comments:

Anónimo dijo...

Qué chimba de artículo, profesor Víctor.