Opinión |16 Oct 2011. EL
ESPECTADOR.
Por: William Ospina
El símbolo clásico del teatro muestra una máscara
que con la mitad del rostro sonríe y con la otra llora. Después de un año de
sonrisas, el Gobierno colombiano ha asumido esta semana por primera vez la
expresión de esas máscaras griegas: la mitad con sonrisa de dicha y la mitad
con gesto de amargura.
Ambos
gestos siguen siendo herencia del gobierno anterior, al que el presidente
Santos le debe tantas cosas y hace sanamente lo posible por no debérselas. La
sonrisa nace de la aprobación del Tratado de Libre Comercio con EE.UU.; la amargura,
del despertar de la rebelión estudiantil precipitada por las torpezas de la
reforma universitaria, que hace flotar sobre el idilio de Santos con la
sociedad colombiana la pesadilla de Piñera con los estudiantes de Chile.
Con su
clásica insensibilidad los funcionarios suelen repetir que en los tratados de
comercio siempre hay ganadores y perdedores. Prefieren no entrar en detalles
sobre quiénes ganan y quiénes pierden, para que no sepamos si las mayorías del
país forman parte de los winners o de los losers, si van a reír o si van a
llorar. Pero nadie ignora que los pobres, la inmensa mayoría, no forman parte
del gremio de los importadores ni de los exportadores, que son quienes celebran
esta clase de triunfos.
Con todo,
para la Economía con mayúscula, que es el nombre que aquí les dan a los
intereses de los poderosos, es muy importante ese tratado. La situación de la
gente humilde, no sobra recordarlo, no se llama la Economía, sino la Crisis o
el Problema. Pero buena prueba de la irresponsabilidad con que el anterior
gobierno manejaba las cosas es que, después de ocho años, la aprobación de ese
tratado que tanto les importaba encuentre al país sin la infraestructura vial,
sin los puertos, sin la planeación económica adecuada, con menos de una cuarta
parte de la tierra cultivable utilizada, con la mitad de la tierra en manos de
una reducida élite de propietarios y con el horizonte de la educación
convertido en catástrofe.
Los
recientes balances de nuestro sistema educativo muestran una situación angustiosa.
Para decirlo de un modo breve, un porcentaje de nuestra gente no sabe leer ni
escribir, un enorme porcentaje de los que saben leer no leen, un gran
porcentaje de los que leen no entienden lo que leen y un buen porcentaje de los
que entienden no asumen una actitud de responsabilidad frente a la sociedad a
la que pertenecen. No son opiniones: son resultados de las pruebas que miden
los niveles de educación básica en los países. Es evidente que a quienes
hicieron lobby durante ocho años para la aprobación del tratado, porque
seguramente los beneficia, no les interesó adecuar la infraestructura del país,
ni su economía ni su competitividad, una palabra que les encanta usar, a las
necesidades y los desafíos de dicho acuerdo.
Y si no
advirtieron la importancia de las carreteras ni de los puertos, ¿cómo podrían
advertir la necesidad de una ciudadanía educada, con criterio, y con capacidad
de lectura, siquiera para entender las instrucciones de uso de esas cosas que
van a empezar a inundar nuestro mercado, en caso de que podamos comprarlas?
Aquí, cuando se habla de educación, los funcionarios suelen entender adiestramiento: por eso no formamos ciudadanos sino operarios, no formamos creadores sino consumidores, no formamos personas con criterio, sino repetidores de esquemas, y por eso en ninguna ventanilla pública hay alguien que pueda tomar decisiones, sino alguien que tiene que remitirnos a su jefe, quien a su vez se encargará de remitirnos a otra potestad más invisible e inaccesible.
Aquí, cuando se habla de educación, los funcionarios suelen entender adiestramiento: por eso no formamos ciudadanos sino operarios, no formamos creadores sino consumidores, no formamos personas con criterio, sino repetidores de esquemas, y por eso en ninguna ventanilla pública hay alguien que pueda tomar decisiones, sino alguien que tiene que remitirnos a su jefe, quien a su vez se encargará de remitirnos a otra potestad más invisible e inaccesible.
Pero
hasta en Colombia los tiempos van cambiando. La inconformidad de los
estudiantes, que arquea hacia abajo la sonrisa triunfal del Gobierno, puede
convertirse en algo más molesto, no sólo porque demasiadas cosas marchan mal
aquí, sino porque demasiadas marchan mal en el mundo, y nuestra juventud, a
pesar de los esfuerzos del nacionalismo perverso por encerrarla en la
ignorancia y en la superstición de la aldea, forma parte de un mundo que ya
sabe lo que le corre pierna arriba.
Que 700
ciudades en 70 países estén convocando a la indignación contra las trampas de
la democracia precaria y las manipulaciones de una economía que sólo cree en el
lucro, que sacrifica la naturaleza a un ideal obsceno de acumulación, que tiene
al mundo convertido en una Edad Media de potestades inapelables y élites
corruptas, con el agravante de la degradación del planeta, y la desintegración
de las sociedades solidarias en individuos egoístas y autistas, nos revela que
lo que ocurre aquí hace tiempo forma parte de la nueva edad del planeta. No por
azar una colombiana es la persona más visible en la telaraña fosforescente de
internet. No por azar el narcotráfico es una de las tramas subyacentes de la
gran crisis planetaria.
Colombia
no necesita una reforma, sino una revolución de la educación en todos los
niveles. Los estudiantes tienen razón en luchar contra el peligro de una mayor
privatización, pero deberían orientar su acción hacia la conquista de una
educación nueva, no orientada apenas a la productividad y a la competitividad,
palabras que embrujan a los funcionarios, sino hacia la convivencia, la
creatividad, la responsabilidad civil, la conciencia ambiental, la protección
de los débiles, el respeto de las diferencias, el enriquecimiento cultural y la
felicidad de individuos y comunidades.
Y de la
capacidad del Gobierno de escuchar ese clamor depende también que en adelante
esa máscara que hoy a medias sonríe y a medias se amarga, no asuma
definitivamente el rostro de la tragedia.
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