La importancia de ver

 Por Eliú Villamonte

Hay un efecto directamente proporcional a la seguridad policíaca: la inseguridad ciudadana. A mayor pie de fuerza mayor la sensación de debilidad. La impotencia de la ciudadanía ante la sordera policíaca y de la policía ante la vehemencia ciudadana deja siempre como resultado una nebulosa de versiones diversas, varias personas heridas, unas cuantas detenidas, y alguna que otra muerta. Para apoyar esta afirmación basta citar el video que por estos días circula en internet sobre la violencia del ESMAD a orillas del Magdalena, o el reciente altercado entre la ciudadanía y la fuerza pública enGirardota.

La cultura del sapo, del chismoso, que no inventó la policía pero que la fomenta a través de su estrategia de colaboradores, no hace más que aumentar la desconfianza entre vecinos. En apariencia todos se cuidan mutuamente, pero en el fondo son sospechosos entre sí. Y es que el delincuente, según la concepción que publicita la red de informantes, podría muy bien estar debajo de la cama de nuestra vecina, es más, podría ser nuestra vecina misma, sólo hay que estar atentos para descubrirlo.

En esta lógica al otro se le ve, pero no como hermano, como amigo o como prójimo… se le ve como escudo, víctima o victimario. En la mayoría de los casos como competencia. La configuración de los barrios, a los cuales año tras año va llegando gente nueva, se transforma de manera cada vez más vertiginosa. Como consecuencia lo de antaño, que antes era una comunidad de personas conocidas de toda la vida, es hoy un territorio habitado por forasteros.

Esta es una de las razones por la cuales las veedurías ciudadanas no son una realidad en nuestra comunidad. No hay comunidad. Hay familias que viven una junto a la otra. Amigos de parranda, conocidos del trabajo, tal vez una comadre de chismorreo, de pronto el que se sienta al lado en la iglesia, pero nada más. Y esto es así sobre todo en las zonas urbanas. En sectores rurales con casitas campesinas, todavía pueden verse pequeñas comunidades. Se reconocen porque a pesar de la ausencia del Estado y las carencias económicas logran autogestionar lo que necesitan. Los llamados convites o mingas son fenómenos casi extintos en los barrios. Quizás no en todos.

No digo que no haya que cuidar, no digo que la delincuencia no exista, no digo que la policía sea el peor de todos los males… digo que antes que ver quién es el ladrón de turno, habría que ver quién de dentro del vecindario está pasando hambre. El hambre es una de las mayores causantes de delincuencia en el mundo. De esta manera no se espía, se ve por el otro, se le asegura. Se logra salvar la soledad, la distancia que evita un encuentro fraterno entre habitantes en este preciso espacio y tiempo del planeta.

Todos deberíamos ser veedores ciudadanos, pero en el sentido más místico del término. No sólo veedores o fiscalizadores de la transparencia y efectividad con que se manejen los recursos públicos, sino también, y más que todo, veedores del bienestar del otro, de que el otro, al igual que yo, tengamos una vida digna.

Esto implica, sobre todo, vivir en amor consigo mismo y con los demás, que por supuesto es el camino más exigente que existe. Incluso más que las arduas horas laborales, mucho más que prestar servicio militar, más todavía que aguantarse cuatro u ocho años de mal gobierno. Generar  procesos de autonomía comunitaria, procesos en los cuales cada comunidad se empodere de su situación y trabaje junta para mejorarla, es uno de los caminos más felices del amor. Las comunidades no sólo tienen el derecho de reclamar,  tienen, y esto es fundamental, el derecho y el deber de autodeterminar cual es la mejor manera de asegurar la vida.