10 feb 2012

Un cuento girardotano: una cuestión cosmopólita

Rodrigo Valencia, más conocido como "el lector", palpita por Girardota cuidadosamente, tomando tinto por ahí, en las panaderías, sin perder ocasión de darle cuerda a su imaginación, inspirado en la vida cotidiana. Ha pasado la mayor parte de su vida entre libros. Ahora ausculta el mundo desde internet, leyendo el New York Times o escuchando Ulises de James Joyce, en el inglés de Irlanda.
Dos billetes color café y unas monedas parecían palpitar en mis bolsillos, en medio del parque de Girardota, esa mañana de domingo. Querían salir despedidos hacia su completa desaparición y gasto.
Un fenómeno ampliamente insignificante, dado el pírrico poder adquisitivo de lo que representa en pesos un  dolar en mi bolsillo. Las fuerzas casi físicas provienen de los almacenes con infinidad de envoltorios que pugnan por salir al andén, al parque, para ser vendidos después de pasar por las sonrisas de asentimiento de los vendedores, el click de la registradora y el destino final a las bolsas y el cambio de dueño.


Hace calor y mi mente se siente aliviada de que el dolar sobreviva a esta andanada de ofertas, algunas miles de veces mas poderosas que los patéticos 2300 pesos girardotanos en  billeticos y monedas. Mi mente calcula como la del que vive con menos de un dólar al día en Africa, América o  Asia, Bello,  Barbosa, Medellín. 


Una inmediata estrategia para gastarlo con un poco de dignidad se me presenta a eso de las doce del día, tan evidente como la iglesia de ladrillo que pone a sus pies el parque imponente. Decido gastar mi dinero en algo barato, pero que dure. Y es por eso que cuando las campanas de la iglesia dictan sentencia del tiempo perdido o ganado me encamino hacia la cafetería de la esquina resignado a gastar cerca del 30 por ciento(500 pesos)  de los 2300 en un tinto.


Camino despacio tratando de salir ganador en la transacción, guardando en la memoria esta luz lechoza que se esparce por el parque, se detiene en el color rojo de los teléfonos públicos, escenifica los gestos de las gentes, sesga en  los colores de las ropas. Guardo los sonidos que dan un espacio a la última campanada y continúan con la voz indistinta del vendedor de minutos instalando su oferta de comunicación por 200 pesos minuto (cerca del 12 por ciento de lo que tengo). 


Avanzo entonces decidido y me siento en una de las mesas desocupadas de la cafetería que ocupa la esquina. Sigo acumulando con hartura  aquellos aconteceres gratuitos de mi alrededor,  novelas que se desarrollan en las mesas vecinas, historias de amor truncas. Como la de esta hermosa mujer, de pelo largo que cae  por encima de la silla metálica, termina su buñuelo y con su compañero, quien  no ha terminado su gaseosa, pero parece que su vida sí.


Súbitamente una señora en blue jeans da un salto, se encarama en la mesa tumbando dos pasteles (90 por ciento de mi dólar) saca una ametralladora y comienza a acribillar los panes, tortas y buñuelos de las vitrinas de la entrada.  ¡Están muy simples!, grita, mientras las balas atraviesan limpiamente la tenue capa de vidrio.  Mi tinto va por la mitad cuando desecho la anterior fantasía,  solo una forma de incrementar el valor del tinto. 


Salgo una hora después con un billete de mil pesos  convertido en dos monedas de 200 y una de cien. Gastar poco pero que dure, recuerdo mi desesperada estrategia tratando de olvidar las gloriosas tortas decoradas despidiéndose burlonas desde la intacta vitrina. Mi recorrido hace un alto en una de las bancas metálicas en donde pierdo un 10 por ciento del dólar comprando 4 confites. Allí, frente a la banca, me honra la compañía  de un señor de edad con el sombrero en una rodilla, que empuña un bastón. Su presencia dicta un veredicto implacable de resignada indiferencia por las frenéticas e insulsas acciones del parque que lo rodea. 


Decido entonces ir a la plaza a comprar un banano (30 por ciento del presupuesto) cuando una forma descomunal se erige por encima de las palmas oscureciendo el cielo. Un ruido sordo se apodera del parque haciendo volver las cabezas. Una forma ovalada desciende imperativa hacia el espacio aledaño a la alcaldía, derrumba una torreta, aplasta un carro gris, un carrito de crispetas, muestra en un destello su panza con lucecitas de colores y aterriza pesadamente frente a mí. 


El señor de sombrero aprieta más duro el bastón.  Pienso en las enormes consecuencias del primer contacto alienigena cerca de la iglesia o la alcaldía. Una cuestión vital a discernirse posteriormente. En medio del polvo una puerta comienza a abrirse, cuando el cuarto confite se agota en mi boca. Desecho la fantasía en una caneca de basura cerca a las crispetas (48 por ciento del dolar). 


Me desplazo por uno de los lados del cuadrado del parque sin colisionar, con otros calculadores parroquianos, con muchas veces lo que vale mi dólar adornando sus humanidades domingueras.  Llego a la plaza-coliseo de verduras y abarrotes, encubiertos ahora por el aparente progreso  de una estructura que cubre la oferta y la demanda en una arena disciplinada y moderna.  Allí mi dólar no durará mucho y es cuando en el umbral de la victoria de gastar sabiamente mi dólar en una gaseosa (85 por ciento) otro tinto  (lo que quedara por ciento)  ocurre el gasto final. El que gastado en muy poco lo es todo. Me refiero a la estrategia de  otro calculador que después de hacer sus cálculos necesita imperiosamente lo que quiera darle y no para que dure sino para que no dure mucho.



Ciertas sensaciones derivadas de la falta de carne, arroz y otros productos vitales que los calculadores de África, América, Bello, Medellín, etc.,  no pueden comprar con menos de un dólar. Cuando su mano se esfuma rápidamente con lo que me faltaba para gastar del dólar yo me quedo con una sonrisa de agradecimiento.


2 comments:

Anónimo dijo...

Gracias!
Me puse trite pero a la vez feliz... y es que hasta las alucinaciones producidas por el hambre son buenas... porque salen este tipo de escritos en los que uno puede ver la agonia de la verdad... y digo agonia porque eso se siente en el estomago cuando solo se tiene un dolar para comer en muchos dias pero mucha alma para pensar!... pero tambien hay agonias de alma... cuando se tiene muchos dolares y nada mas!!!

Anónimo dijo...

Jaja, excelente comentario! y buen cuento Rodri.